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En recuerdo de mi amigo Alfredo Bass

mié. 2 febrero 2022

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Ha muerto mi entrañable amigo Alfredo Bass, un hombre excepcional en todas las facetas de su poliédrica vida, buen esposo y excepcional padre, magnífico profesor, sobresaliente e inquieto clínico y gran amigo de sus amigos.

Desde la Universidad de Córdoba (Argentina), su magnífica fundación CREO y sus cientos de cursos y conferencias por todo el mundo, Fredy inspiró a muchos jóvenes para seguir su camino profesional, prestigiar nuestra especialidad y hacer una ortodoncia cada día mejor. Estoy seguro, donde quiera que esté, que estará compartiendo la sabiduría definitiva y haciendo reír a muchos con sus magníficos chistes. Para mí, Alfredo Bass es un perfecto paradigma del ortodoncista clásico, y no me refiero a la acepción de clásico como antiguo, sino al de la tradición griega, donde clásico hace referencia a perteneciente a una clase superior respecto a otra inferior, que se toma como modelo de calidad o canon más perfecto. Y no hablo solo de cualidades profesionales o clínicas, sino al conjunto de virtudes que acompañan su polifacética personalidad. Alfredo Bass era de esos hombres a los que admiro, que al levantarse cada mañana procuran eliminar esa capa de mediocridad que tan fácil se adhiere a la piel humana, con la que a tantos le gusta convivir y que tanta frustración crea.

Más allá de las creencias en HaShem , el alma o neshamá, el cielo o el Gan Eden, historias demasiado hermosas para ser ciertas, lo que de verdad es real e importa es lo que cada uno de nosotros ha aportado en su vida para que el mundo sea un poco mejor. Nuestra existencia es un hilo tensado, entre dos extremos: la propia felicidad y nuestra participación en el progresivo bienestar de la humanidad, en forma de mitigación del dolor y del sufrimiento, del que tanto sabe el pueblo judío, de solidaridad y justicia.

Si bien el concepto cristiano, y más concretamente paulino, del más allá está más elaborado que el del Olam Ha-bá (sino leer la maravillosa primera carta de San Pablo a los Corintios: “Mientras yo era un niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí”), no deja de ser interesante la idea del gran Maimónides sobre el Neshamá, esa chispa, ese aliento vital, que nos hace seres espirituales, únicos e irrepetibles. Para el filósofo, este Neshamá entra en cada uno de nosotros y se libera de nuestro cuerpo tras la muerte y en ese más allá, en ese Olam Ha-bá, coincidirá la persona que hemos sido, o hemos querido ser, con la que podríamos haber sido. Por tanto, la vida, con nuestro libre albedrío, es una oportunidad de ser y de decidir qué ser y la muerte es una experiencia de claridad en que ya no estás cegado por el ego, las justificaciones o las racionalizaciones, pudiendo ver tu yo verdadero, y compararlo con el que podrías haber sido, pero ya sin oportunidades ni opciones; interesante planteamiento de la vida como prueba. La frustración vital no es más que eso, la discrepancia, palabra muy ortodóncica, entre lo que somos y deberíamos haber sido, entre lo hecho y nuestra potencialidad para haber hecho, entre la moral del esclavo y la del superhombre nietzscheano. La vida de Alfredo Bass ha tenido poca discrepancia entre lo deseado (a nivel familiar, personal y profesional) y lo conseguido, ha sido una vida plena y fructífera en qué ha devuelto con creces los talentos entregados.

“El doctor Bass no ha sido uno más, uno de tantos; su cariño, simpatía, inteligencia y profesionalidad lo ha hecho único y ha marcado el camino de muchos”.

Cuando un creyente, como mi amigo Fredy Bass, fallece, siempre me asalta una duda, metafísica y teológica, la de la minusvaloración de esta vida cuando todo lo fiamos a la recompensa eterna. Se piensa que ser creyente, en la línea de San Pablo y Maimónides, es apostar muy fuerte en un brevísimo espacio de la existencia con la perspectiva de la recompensa eterna y, por el contrario, ser ateo implica un cierto nihilismo, la negación de esa vida y la completa finitud en el momento de la muerte. Es un hecho que la mayoría de los mortales vivimos hasta que muere la última persona que nos recuerda. Pero negar la transcendencia o incluso a Dios no implica que Dostoievski tenga razón (“Si dios ha muerto, todo está permitido”), ni que la vida o la humanidad carezca de sentido, ni siquiera que las gafas que nos ponemos cada día para entender el mundo tengan más dioptrías o sean de peor calidad que las del creyente. El verdadero problema es que puede que una disquisición filosófica como ésta puede acabar siendo un oxímoron (contradictio in terminis) y los que de verdad creen que solo hay esta vida, y que esta es la real, objetivable, única e irrepetible, sean los que de verdad la expriman al máximo, le saquen el mayor partido, no dejen espacio para perder miserablemente el tiempo, busquen de manera incesante su felicidad y las de los demás y les urja dejar una estela ( “camínate, no hay camino, se hace camino al andar”), producto del amor compartido, las enseñanzas impartidas, el ejemplo dado y sus obras perdurables. Admito que una gran cantidad de mis amigos más inteligentes juegan, como Pascal, con las cartas marcadas y con una mano admiten la creencia o un plano diferente a la racionalidad (“el corazón tiene razones que la razón no comprende”) y con la otra no admiten profesionalmente más realidad que, la observación y el experimento, difícil esquizofrenia. Sea como fuere, hay que admitir que una de las características que amalgaman a los grandes hombres, aquellos cuya existencia ha ayudado a mejorar el mundo, es la de la autotrascendencia, la capacidad de influir en los demás a través de su comportamiento, su ejemplo y obras, porque el que entiende la vida es aquel que planta un árbol que sabe no va a ver crecer. Diferentes encuestas y estudios sobre la sociología de la religión no dejan lugar a la duda: nuestras creencias suponen muy poco en nuestro comportamiento cotidiano, incluso en nuestra actitud ante los demás o la respuesta a los problemas diarios; era de esperar. Puede que la diferencia entre creer y no creer sea menor que entre ser o no agradecido, entre una actitud abierta de compartir y perdonar o la contraria. El rito puede ser lo de menos, porque nadie se convierte en coche por ir mucho a un garaje; puede que la religiosidad del futuro consista en creen en un dios que no existe o, al menos, que no tiene, más allá de la teodicea escolástica, una definición que exceda la de su amor infinito.

Disquisiciones aparte, se hace evidente que hay diferentes tipos de personas con muy distintas aportaciones a la humanidad, desde los que han tenido una vida fructífera, y han plantado su semilla intelectual en los demás, hasta los que la han tenido una vida estéril, aquellos que casi hubiera sido lo mismo que hubieran o no nacido, salvo por la cualidad reproductora que comparten con la mayoría de los animales. Desgraciadamente, son pocos los que como Alfredo Bass han mejorado la vida de los otros, han hecho de este mundo un lugar mejor, más feliz. Alfredo ha creado sonrisas en sus pacientes y en sus amigos, su inteligencia, cultura y arrolladora personalidad ha iluminado el mundo profesional de la ortodoncia desde Córdoba y su magnífico legado, la Fundación CREO.

Apostar por la enseñanza es mirar al infinito, la pasión por enseñar de Alfredo, unida a sus características innatas como excelente comunicador, lo ha elevado desde el grado de docente al de inspirador; los grandes profesores, más que enseñar, inspiran y cambian los caminos profesionales y vitales de cientos de jóvenes. Los humanos, y más durante la juventud, actuamos por imitación de modelos a los que admiramos, porque aspiramos a ser lo que otros ya son. Esta es la grandeza de la enseñanza, su verdadero tesoro, la capacidad de inspirar e influir. Tras la muerte, la vida ya no es nuestra, pasa a pertenecer a los demás, a otros que incluso pueden distorsionarla, para bien o para mal, con efecto retroactivo; vivimos en los demás, no solo en el recuerdo de cómo éramos, sino en la parte de nosotros que han incorporado a sus vidas, en una especie de epigenética que tiene su etiología en nuestras enseñanzas, ejemplos, modos y maneras. Por todo ello, Alfredo y su familia pueden sentirse orgullosos; el doctor Bass no ha sido uno más, uno de tantos; su cariño, simpatía, inteligencia y profesionalidad lo ha hecho único y ha marcado el camino de muchos. Gracias Fredy por dejar, a tu muerte, un mundo mejor.

Visite la Fundación CREO

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El Dr. David Suárez Quintanilla es catedrático de Ortodoncia de la Universidad de Santiago de Compostela, España.

 

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